DE vez en cuando nos damos el trabajo de aligerar de cosas la superficie de un tocador que usamos como escritorio en el cubículo donde nos ponemos a escribir, leer, escuchar música y ver televisión, y hasta descansar.

 En realidad, es una gruesa cómoda que ocupa casi todo el largo de la pared donde está pegada. Encima hay un tragaluz por donde se filtran los primeros reflejos del amanecer y nosotros, a esa hora, ya de pie y despabilándonos con una humeante taza de café.
HASTA el día de hoy sigue acompañándonos una vieja lámpara de escritorio de 18 centímetros de alto y con una fuente de luz de 12.5 centímetros de ancho. No nos ha abandonado desde que comenzamos nuestra época universitaria que coincidió, por esas casualidades de la vida, con la década de los setenta comenzando, y cuando en cierta ocasión la dábamos ya por perdida reapareció ella en el fondo de una caja de cartón, y montones de recortes de viejos periódicos y revistas ocultándola. Al verla, la cogimos con las dos manos y la alzamos en el aire como si fuera un trofeo. 
DIREMOS que de aquellos años universitarios casi es lo único que nos queda como recuerdo, además de unos cuantos libros de los tantos, o muchísimos, que compramos y leímos entonces. Una novela, El amante de Lady Chatterley, del escritor inglés D. J. Lawrense, la devoramos de un solo tirón bajo la luz de esa lámpara, y la continuábamos leyendo a la mañana siguiente sin reparar en que había que ir, como todos los días y de lunes a sábado, a escuchar clases a la universidad. 
LA última vez que nos ocupamos en ordenar esa mesa de trabajo nuestra y sacar de allí lo que debería estar en otra parte fue hace un par de días. Apilados en ella se hallaban todavía varios libros que habíamos leído ya. De los últimos, Las cartas del Boom, Le dedico mi silencio, de Mario Vargas Llosa, y En agosto nos vemos, de Gabriel García Márquez. Y esperando seguir el mismo camino estos dos libros más: Lágrimas en la lluvia, de Rosa Montero; y Reportaje al pie de la horca, del escritor checo Julius Fučík. Con un poema de Pablo Neruda al comienzo diciendo: “Por las calles de Praga en invierno, cada día,/ pasé junto a los muros de la casa de piedra/ en que fue torturado Julius Fučík”. 
EN esa jornada de expurgación tampoco dejamos de poner a buen recaudo todos aquellos papelitos sueltos que nos socorren cada vez que necesitamos anotar allí algún santo y seña que le permita más tarde a nuestra memoria evocar ese algo que hayamos escuchado o leído y que no queremos que se nos pierda en los oscuros senderos del olvido. Como esto que escribió Borges: “Caramba, ¡qué bien se ayuna en este restorán!”.

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