El vals es una metáfora de lo que somos y, también, de lo que no somos.

Este género musical en algún momento fue, o se aproximó a ser, la representación musical del Perú; pero fue, en esencia,  un fenómeno costeño, urbano y limeño (incluso algunos lo consideran 'machista' y 'lloron') que no logró la anhelada integridad social que Toño Alpizcueta, el personaje de la novela " Le dedico mi silencio" de MVLl, anhela para el Perú. 
El vals, sin embargo, le interesó a la  generación del 50 y del 60 y se filtró en la obra creativa de algunos de sus miembros. Pienso en el poeta Washington Delgado, quien en sus poemas "Artidoro camina hacia la muerte (elegía limeña)" y "Vuelve Artidoro a contemplar la muerte" incorpora las letras de los valses "El guardián" -del poeta colombiano Julio Flores y el músico Juan Peña Lobatón- y "Desdén" -del boliviano Walter Fernandez y Miguel Paz, integrante del trio «Los Trovadores del Perú"- en sus propios versos para construir resonancias musicales y de significado de gran valor artístico. Pienso también en Antonio Cisneros, quien en el poema "Crónica de Lima" parafrasea la letra del vals "Hermelinda" del compositor Alberto Condemarín: "Acuérdate, Hermelinda, acuérdate de mí". El vals está allí, marcó una época y muchos de ellos poseen música y letra formidables.
A continuación, un artículo que es, en realidad, la cuarta parte de un conjunto de reflexiones que me ha suscitado la lectura de esta novela de MVLL que algunos han mirado con cierto desdén e indiferencia.
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Música criolla, ficción y huachafería
Luis Eduardo García
Además de los destellos de maestría que presenta "Le dedico mi silencio", es importante su lectura, creo, porque a través del pensamiento y las voces de sus personajes, aflora, de manera directa, una idea del Perú o, mejor dicho, una relación especial con el Perú; y de manera indirecta, la visión ambigua y contradictoria que MVLl ha desarrollado con el país donde nació.
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Pero más allá de la destreza técnica, "Le dedico mi silencio" plantea temas profundamente complejos sobre el Perú. Uno de ellos es el vals criollo como factor unificador. A fines de la década del 40 y comienzos de la del 50, este tuvo su época dorada; eran los tiempos del dictador Manuel Odría. Es también la época donde nuestra música alcanza una modesta fama internacional cuyo representante más visible es Chabuca Granda con su canción "La flor de la canela". 
Es curioso que algunos miembros de la generación literaria del 50, la más brillante que ha tenido el Perú, se hayan fijado en el vals criollo, algunos con sospecha y otros con adhesión total. Lo hizo Sebastián Salazar Bondy en su libro "Lima, la horrible", el líder de esa generación, para quien el vals era expresión de la Arcadia Colonial; es decir, de las taras mentales del pasado: “Cantamos y bailamos valses criollos que ahora se obstinan en evocar el puente y la alameda tradicionales”, en alusión a las canciones que componían en interpretaban Chabuca Granda y Alicia Maguiña. De Pinglo sostuvo que “lo más auténtico de su música, de toda la música popular, es su inautenticidad”.
Luis Loayza, uno de los amigos más entrañables de MVLl y eximio cuentista, analizó en su ensayo "Vals variable" las letras de algunos valses y cuestionó su originalidad. Respecto a las letras dijo lo siguiente: «En general, la incapacidad expresiva ha presidido la composición de los valses, haciéndolos tiernamente cursis y patéticos, cuando no de un humor involuntario» (Vargas Llosa llamará a esto ´huachafería'). 
El investigador Gérad Borras, en su libro "Lima, el vals y la música criolla (1900-1936)", afirma que el vals es la expresión por antonomasia de la identidad criolla. Su estudio se concentra en el análisis de los cancioneros que semanalmente a comienzos del siglo XX circulaban entre las capas populares, los cuales recogían las dichas y desdichas amorosas, así como las crisis sociales y políticas y los cambios que la modernidad provocaba entre esas masas de consumidores, situación que prueba la raigambre popular de este género musical. 
Fred Rohner, otro investigador del vals criollo, considera que al principio las ciencias sociales miraban con sospecha al vals como representante de la música nacional, preferían lo andino como expresión genuina, pero luego el vals se legitima como vehículo de ascenso social y pasa de los salones más elegantes de las élites limeñas a los callejones pobres y barrios tradicionales de Lima. En su libro, "La Guardia Vieja: el vals criollo y la formación de la ciudadanía en las clases populares (1885-1930)"  prueba  cómo los sectores populares, desde el ámbito musical, se afirmaron como sujetos civilizados, letrados y patriotas que reclamaban un lugar en la historia desde su marginalidad a través de la creación de nuevos códigos, objetos musicales e imágenes sonoras.
Pero más allá de la diversidad reconocible, Mario Vargas Llosa, en su artículo "Un champancito, hermanito", que podríamos considerar uno de los  antecedente de la novela "Le dedico mi silencio" —de hecho, es el título que tenía originalmente— desarrolla el concepto de huachafería, algo, que dice él, nos caracteriza, y hasta nos define, como peruanos. El vals, en este sentido, sería una expresión, esencialmente, huachafa. 
«Huachafería [dice Vargas Llosa] es un peruanismo que en los vocabularios empobrecen describiéndolo como sinónimo de cursi. En verdad, es algo más sutil y complejo, una de las contribuciones del Perú a la experiencia universal; […]. Porque la huachafería es una visión del mundo a la vez que una estética, una manera de sentir, pensar, gozar, expresarse y juzgar a los demás. […].».  Siguiendo el pensamiento, retomado en la novela Le dedico mi silencio todos los peruanos seríamos huachafos, los de abajo y los de arriba, los ricos y los pobres. 
Y luego cita ejemplos deliciosos. «[…] retar a duelo, la afición taurina, tener casa en Miami, el uso de la partícula "de" o la conjunción "y" en el apellido, los anglicismos y creerse blancos. De clase media: ver telenovelas y reproducirlas en la vida real; llevar tallarines en ollas familiares a las playas los domingos y comérselos entre ola y ola; decir "pienso que" y meter diminutivos hasta en la sopa ("¿Te tomas un champancito, hermanito?") y tratar de "cholo" (en sentido peyorativo o no) al prójimo. Y proletarias: usar brillantina, mascar chicle, fumar marihuana, bailar rock and roll y ser racista».
Todas estas ideas sobre el vals como elemento de convergencia, de conciencia nacional y símbolo de pertenencia a un solo país, así como la huachafería como signo distintivo de los peruanos, son las ideas que Toño Alpiszcueta, el personaje principal de la novela desarrolla en su libro Lalo Molfino y la revolución silenciosa. Él es un articulista, un cultor de la música criolla, amigo entrañable de Cecilia Barraza, y anda a la caza de golpes de genialidad en bares, peñas y teatrines. Un día descubre a un guitarrista sobresaliente, Lalo Molfino, y decide escribir su biografía, pero conforme avanza en su trabajo, el libro y su mente se abren hacia otros senderos -los de la identidad peruana- la empresa intelectual termina desbordándolo hasta enloquecerlo. Se podría decir que Alpizcueta enferma de la idea del Perú, de la idea de cómo unir al Perú a través del vals criollo, un género que, de acuerdo con su mente enfebrecida, puede ayudar a borrar las diferencias que desunen a los peruanos.
Es sorprendente, que MVLl se despida así de la ficción: con un tema tan contradictoriamente peruano. En el pensamiento delirante, disparatado y, por momentos 'genial', de Alpizcueta se filtra una visión polémica sobre nuestra cultura. ¿Qué somos? ¿Que nos une, desune y nos podría unir?

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