“Educación de calidad” es una expresión recurrente que, sin embargo, carece de un concepto definido.
Ambos sustantivos son dos categorías contradictorias y ambiguas. La educación se concibe por lo general como una actividad destinada a insertar al hombre en los valores de su entorno social, pero hay también quienes creen, por el contrario, que su función es inculcar una mentalidad crítica y liberadora, sobre todo allí donde los grupos dominantes producen mecanismos de control y alienación social. El término “calidad” aplicado a la educación adolece igualmente de imprecisiones; puede significar una u otra cosa desde diversos puntos de vista. No es difícil imaginar cuan distintas serían, al respecto, las opiniones de los ministros de educación de EE.UU y los de Cuba.
No se puede hablar, pues, de “educación de calidad” en términos absolutos. La educación es un fenómeno social y no puede someterse a pruebas ni a conclusiones de laboratorio. Debe tenerse en cuenta que los seres humanos nos movemos en realidades concretas, pese a nuestra gran capacidad de especular y forjarnos utopías. En América Latina, y específicamente en el Perú, la educación fáctica se diseña de acuerdo con las necesidades de control social que el orden exige. Y aun dentro de ella, debemos diferenciar entre educación fiscal y educación privada.
En la educación fiscal hablar de “calidad de educación” puede resultar patético. El estado carece de políticas educativas y culturales de largo aliento, la situación económica del magisterio es deplorable, la infraestructura educativa escasa, inapropiada, ruinosa o inexistente, los índices de deserción escolar son altos, los alumnos ocupan los últimos puestos del mundo en comprensión lectora y pensamiento lógico, y, para poner la cereza en el pastel, el ministerio de educación en el Perú está considerado como una de las instituciones más corruptas, por encima inclusive del Poder Judicial.
La educación privada, por su lado, muestra en la mayoría de casos lo que la globalización y los gurúes del éxito denominan “calidad”. Cuenta con infraestructura en óptimas condiciones, computadoras y otros tipos de tecnología de punta, los profesores están bien pagados y capacitados (aunque no siempre), los padres de familia poseen un “capital cultural” así como la solvencia material necesaria para financiar los estudios de sus hijos. Los alumnos en estos centros aprenden un idioma extranjero y se les capacita para ejercer funciones de mando y liderazgo social. Vista así, ellos sí desarrollan una “educación de calidad”. En este caso la “calidad” está dada por un conjunto de elementos que apuntan en una sola dirección: reproducir la jerarquía de los estamentos sociales y garantizar la estabilidad de quienes detentan el poder económico.
¿Es posible, pese a esta realidad, procurar niveles de calidad para la educación pública peruana? Consideramos que sí. Hay un andamiaje teórico que va desde los trabajos de Matías Manzanilla hasta los de Carlos Castillo Ríos y Emilio Barrantes, pasando por los de José Carlos Mariátegui, Jorge Basadre y otros distinguidos maestros peruanos, que bien puede ser el sustento para desplegar, desde el estado, una política educativa coherente con las aspiraciones de la nación. Necesitamos para ello realizar tareas gigantescas: refundar la república, innovar la “clase política”, estructurar un aparato jurídico impecable, darle autonomía económica y cultural a las regiones, cobrar dignidad material y espiritual en el mundo, rescatar nuestra identidad, formular un proyecto educativo destinado a la construcción de un hombre nuevo en el Perú. Es decir, necesitamos una revolución genuina en la que participemos todos, inclusive nuestros plutócratas y oligarcas, porque después de todo, como decía Vallejo, es necesario humanizar a todos, a los pobres y a los ricos.