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Lun, Oct

Mi Bastón

Mi Bastón

Literatura
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En agosto del 2015 sufrí un accidente cerebro vascular y una de sus muchas consecuencias fue tener que valerme de un bastón para poder caminar.

La vejez llegaba con todo, como un tsunami repentino, como un portazo en las narices de mi edad. No fue menester ir a una tienda de ortopédicos, pues conservaba conmigo un bastón que compré en el Cuzco para subir las pétreas y empinadas escalinatas de Machu Picchu, el año en que visité la ciudadela por segunda vez, acompañado de Vania, en un viajecito inolvidable. Era un lindo bastón negro, muy recio y con un juego de contención para evitar los golpes bruscos.
Ahora fatigo las calles trujillanas con uno común y corriente, comprado en la primera cuadra de Bolívar, pues el bastón cuzqueño se me quedó olvidado en un taxi algunos meses atrás. Como tengo la secreta esperanza de recuperarlo, cada vez que salgo a la calle, observo atentamente a los viejos o discapacitados con bastón, por si el que llevan fuera el mío. Por el tiempo pasado, siento que lo he perdido para siempre.
Comparto ahora con mis lectores los avatares que acontecen cuando se usa un bastón. Las personas de mi generación nos consolamos pensando que antiguamente usar bastón no era privativo de los ancianos ni discapacitados, era más bien un timbre de distinción. En los primeros años de la república, los jóvenes paseantes del Jirón de la Unión lucían - junto a su sarita, escarpines y sombreros de copa- elegantes y festonados bastones, traídos, por lo general, del extranjero. Valdelomar y Vallejo fueron dos de ellos. Hoy, esa imagen ya no existe. Para los muchachos de estos tiempos, si usas bastón eres simplemente un vejete, un recién operado o un pobre diablo cojuelo.
Usar bastón tiene socialmente ventajas y desventajas. Entre sus ventajas se cuenta el pasar a formar parte, ipso facto, del venerable club de los “adultos mayores con atención preferencial”. Esto supone evitar largas colas en ciertos establecimientos públicos o privados y tener asegurado tu asiento en los micros y buses de la ciudad. Supone también mayor confianza en ti por parte de los otros, pues ¿quién va a pensar que un anciano con bastón es capaz de una mataperrada o alguna pellejería? ¿Quién va a pensar que este adulto mayor, con su adminículo en mano, observa a aquella muchacha de piernas hermosas como Humbert Humbert observaba a Lolita?
Pero esto es sólo un decir. No en todos los establecimientos hay “Atención Preferencial” y casi siempre el “asiento reservado” está ocupado por un jovenzuelo con traza de Esto-Es-Guerra mirando su celular. Hay tiendas, como topitop o los moles, en los que no confían en ti aunque vayas en silla de ruedas; y sujetos zahoríes que saben perfectamente que un varón de ochenta o noventa años, aun con bastón de cuatro podios, tiene los mismos intereses oculares, o como diría la Real Academia de la Lengua, la misma “arrechura” que un doncel de diecinueve. A estos se los llama “viejos verdes”, es decir, los Peter Pan de la lujuria.
Las desventajas son pocas, pero son. Con frecuencia, si los conductores de micros y buses te ven esperando con un bastón en la mano, pasan de largo. Contigo, pierden el tiempo. Cuando el muchacho Esto-Es-Guerra se levanta (cuando se levanta) para cederte el “asiento reservado” la mención in péctore al sacro molusco de tu pobre madrecita es inevitable. Una última desventaja, la más terrible: si vas a Essalud con tu carga de años y tu bastón barato, el doctor Perico de los Palotes te programa de inmediato para una intervención quirúrgica a la cervical, ya que al día siguiente tiene precisamente esa clase con sus alumnos de la u y acaba de encontrar al cobayo perfecto. Después de todo ¿para qué sirve un septuagenario plagado de arrugas y encima con un bastón de hojalata? Pues para eso. ¡Al diablo con Hipócrates, Galeno y Paracelso!

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