Recordar el nacimiento de Jesús es encarar uno de los misterios más profundos del cristianismo: Dios se hizo hombre, se hizo carne, se convirtió en un infante para nacer en la pobreza y revolucionar el poder hasta convertirlo en servicio.
Navidad es fiesta de alegría, de paz, de buena voluntad. Es la fiesta de los niños que saludan en su pesebre al Niño Dios.
Los regalos que reciben los infantes en Nochebuena los convierten en ‘pequeños niños dioses’ que, al igual que el hijo de María y José recibió regalos de los Reyes Magos, ahora nuestros pequeños los reciben de sus padres, de los que están junto a ellos y los quieren de verdad.
Lamentablemente la festividad del nacimiento de Jesús se ha comercializado.
La sociedad de consumo ha roto el misterio; la pobreza ha sido cambiada por la codicia; la sencillez por la opulencia; el amor por los regalos.
¿Cuándo fue que nos arrebataron la profundidad del misterio, la sobriedad de los pasajes bíblicos, la novena de la Navidad, la espiritualidad de la ‘misa del gallo’, la reunión familiar alegre y discreta?
Cuando todo aquello que no encajaba en la conmemoración de este misterio, estaba fuera de lugar.
Cuando se acordó vender y vender más, promocionar productos, enganchar las ventas con las festividades navideñas.
Nada más alejado de la verdadera Navidad y de su sentido bíblico. De la trascendencia para el mundo cristiano, del nacimiento de el Mesías.
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